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SCALABRINI Y LOS PILARES DE LA ESPIRITUALIDAD SCALABRINIANA

“Jesús vive en cada uno de nosotros a través de su espíritu. El espíritu de Jesús es un espíritu de humildad y caridad; un espíritu de abnegación, sacrificio y penitencia”. (Scalabrini)

Mariza Roberta Ruas

Estamos viviendo un año de reflexión y profundización sobre la vida y misión del beato Juan Bautista Scalabrini, padre de los migrantes y apóstol de la catequesis, quien se hizo servidor obediente en el cuidado y acompañamiento de los más necesitados, especialmente de los migrantes. Un hombre adelantado a su tiempo que buscó sanar la herida de la migración y dar consuelo y seguridad a quienes cruzaban los mares rumbo a una vida mejor.

En sus homilías y catequesis, él exhortaba a todos sobre la situación que expulsaba miles de compatriotas italianos a otros países, enfrentando realidades de abandono e indiferencia. Profundamente enamorado de la Eucaristía, Scalabrini depositaba toda su confianza en Jesucristo y no guardaba nada de sí mismo, ni sus fuerzas físicas ni sus bienes materiales. Mirando más de cerca la vida y obra del beato Scalabrini, que pronto será elevado a las glorias del altar, comprendemos cuando él decía que quería convertirse en todo para todos. Recorrió todas las parroquias de su diócesis y dondequiera que iba tenía siempre una palabra de aliento y nunca una queja, ya fuera del alojamiento o de la comida que le ofrecían.

Decía que todo lo que tenemos, podemos y esperamos es de Cristo, que se humilló y se entregó a cada uno de nosotros.

El carisma donado por Scalabrini está vivo y vigente, con una ola creciente de miles de hombres, mujeres y niños que cruzan fronteras terrestres y personales para recomenzar y dar sentido a una vida nueva, lejos de su patria y de sus familias.

Ser migrante con los migrantes es experimentar la provisionalidad y el coraje de seguir adelante, apoyados en el deseo de ser acogidos en una patria que nos da el pan y nos asegura derechos y dignidad.

Hombre de profunda oración, tenía tres grandes devociones:

LAS TRES GRANDES DEVOCIONES

Las prácticas devocionales de Monseñor Scalabrini son actos de fe que le permiten ver al Señor en todo, escucharlo continuamente, ya sea cuando habla o en el silencio de la meditación y la adoración, o cuando se expresa a través de la mediación humana en la Iglesia, escuchando al grito de los pobres, atento a los signos de los tiempos.

Scalabrini fue llamado el obispo del Santísimo Sacramento. La intensidad, la ternura, el celo que manifestó en su amor por el sacramento del altar, quiere evidenciar esta devoción suya, que fue tan grande como para convencernos completamente de que toda su vida transcurrió bajo el signo de la Eucaristía, y que el Santísimo Sacramento era la fuente de ese amor de Dios que inflamaba su corazón. Su vida fue la Eucaristía, como lo fue cada uno de sus días. Dedicó el tercer sínodo a la Eucaristía y la propuso como sacramento de la unidad, primera y sustancial devoción del cristiano, razón de ser del sacerdocio, fundamento de la Iglesia, especialmente del clero, centro de la religión, síntesis de las obras divinas y compendio del Verbo.

Tenía por costumbre hacer quince minutos de preparación antes de celebrar la Santa Misa y, al mínimo, otros quince de agradecimiento. Si le fuera posible asistía a una segunda misa. Antes de tomar cualquier decisión sobre algo importante, ponía los documentos debajo del corporal y, después de la Santa Misa, tomaba decisiones seguras sobre asuntos que a menudo lo habían dejado en profunda perplejidad el día anterior. 

Cuando visitaba una parroquia o un seminario, siempre reservaba su primer y largo saludo para el Dueño de la casa. Recogía flores para ornamentar el altar.

La devoción de Scalabrini a la Virgen era tierna y filial, y la consideraba inseparable de la devoción a la Eucaristía. Desde niño tuvo grande veneración por la Virgen de los Dolores y aprendió a rezar el rosario cotidiano, oración que él consideraba como la más agradable a María Santísima, el memorial de los más admirables prodigios, el signo más sublime de la piedad cristiana. Difundió por toda la diócesis la práctica diaria de esta oración en la que veía un camino para unir, en Cristo, a todos los miembros de la familia y de la sociedad.  Insistía en decir a los sacerdotes: 

Si deseáis conservar y aumentar el espíritu de piedad, nunca, en ningún momento y por ningún motivo, descuidéis el examen de conciencia del mediodía y de la tarde, la lectura espiritual y el rezo del Santísimo Rosario. (FRANCESCONI, 1971, 48) 

Rezaba muchas veces el rosario en la cátedra, con el pueblo, para dar buen ejemplo. Para Scalabrini, el amor maternal de la Virgen es el motivo dominante de su devoción mariana, y es también el tema principal de las numerosas pastorales y homilías, tan llenas de doctrina y de ternura filial, que dedicó a la Madre Celestial.

El devotamiento del obispo Scalabrini por el Papa abarca un período muy extenso que comienza con la Conferencia del Concilio Vaticano I, celebrada en 1872 en la ciudad de Como y se perpetúa hasta las lágrimas que derramó Pío X al enterarse de la muerte de ese Siervo de Dios.

Sus actitudes fueron siempre coherentes con sus propósitos de obediencia y fidelidad al Vicario de Cristo:

Será siempre nuestro orgullo pensar en todo y continuamente con él, juzgar con él, sentir con él, actuar con él, sufrir con él, combatir con él y por él. Santo Padre háblanos, que será nuestro orgullo obedecer, guíanos y te seguiremos dócilmente, instrúyenos y tus enseñanzas serán la norma constante de nuestra conducta, pues sabemos que sólo tú tienes palabras de vida eterna. 

La realización definitiva del encuentro entre Dios y la humanidad, que tuvo lugar en Jesús, impúlsanos a caminar como Iglesia peregrina entre los hombres y mujeres de las sociedades de hoy para anunciarles el misterio de la comunión trinitaria, donde el diálogo entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se nos presenta como posibilidad y modelo de toda relación. La acogida, la itinerancia y la comunión en la diversidad son aspectos específicos que la Iglesia nos llama a testimoniar.

Para Scalabrini, la devoción a la Cruz está íntimamente relacionada con la devoción a Cristo presente en la Eucaristía, fundamento de la ascensión por la que el cristiano trabaja, lucha, sufre para llegar a la conformidad con Cristo. Para tener la conformidad interior con Cristo, la esencia de la vida cristiana, debemos también emerger externamente como discípulos de un Dios pobre, humilde y crucificado.

La cruz es la escuela más segura del amor. Amad a Jesús y entonces comprenderéis que el pueblo cristiano, el pueblo de los creyentes, está formado sólo por los que honran, que aman la cruz o mueren en ella. Considerando las cruces, las tribulaciones, las humillaciones, los desprecios como preciosos medios de santificación. No os quejéis, no os entristezcáis, no desaniméis: ofrecedlo todo en unión con los dolores de Jesucristo. (FRANCESCONI, 1985, 374)

La experiencia de la espiritualidad scalabriniana nos invita a asumir un estilo de vida marcado por la acogida, la itinerancia, la comunión en la diversidad, la esperanza y la solidaridad, mostrando al migrante el camino a recorrer y las adversidades a afrontar, pero con la certeza de que ya no camina solo y desorientado.

ACOGIDA

El cardenal Kurt Koch escribió que la acogida tiene un significado tan fundamental que debe contarse entre esas fascinantes características por las que la Iglesia de Jesús puede y debe ser reconocida: la Iglesia es la Iglesia una, santa, católica, apostólica y hospitalaria. En efecto, la historia de la Iglesia puede y debe ser reescrita en sentido de la hospitalidad. (TRADITIO, 2012,3) 

La acogida es expresión de la caridad eclesial, entendida en su carácter profundo y en su universalidad, que comprende una serie de disposiciones que van desde la hospitalidad, la comprensión, el aprecio, que es el presupuesto psicológico del conocimiento, dejando de lado los juicios por la convivencia pacífica y armoniosa. La acogida se traduce en testimonio cristiano.

El beato Juan Bautista Scalabrini fue el buen pastor de su pueblo, un hombre sabio que, en su gobierno, supo unir la prudencia con la firmeza y la mansedumbre con la fortaleza, en fin, un padre con un corazón tan grande como el mar. Amó hasta el extremo a los suyos: su amor fue caridad, bondad activa y operante, comprensión y perdón, ofrenda e inmolación de la vida. Viviendo entre la gente, comprendió y compartió los sufrimientos humanos y las aspiraciones sociales de los trabajadores, los abandonados y los infelices.

Antônio Fogazzaro así describe su encuentro con el obispo Scalabrini:

Me recibió en su modesta oficina con una dignidad benigna. No tenía auras ni de recordar, ni de olvidar que era un obispo, delante de un simple fiel. No sé por qué su bello rostro, que no me era desconocido, me dio, esta vez, una nueva inspiración: me recordó un poco a St. Agustín, tal vez porque recientemente yo había apreciado aquel acto del testamento agustinianamente lacerado. Tenía un semblante hermoso. Una fisonomía un tanto masculina, expresando cierta masculinidad e inteligencia, cierta aptitud para los altos estudios, de hacer temer de encontrarlo severo, pero tan impregnado de un espíritu que demostraba una gran devoción interior a leyes superiores: tan perspicaz para dejar traslucir que su bondad en modales podría, de vez en cuando, tomar un aire de burla, sin malignidad, pero con cierta malicia.  (FRANCESCONI, 1991, 130)

ITINERANCIA

Monseñor Scalabrini fue un hombre de su tiempo, no un nostálgico soñador de tiempos pasados ​​e irreversibles, sino en el curso de la historia atento a los signos de los tiempos, un realista conocedor de los problemas y exigencias de los contemporáneos, empeñado en preparar un mundo más humano, de acuerdo con los designios de Dios en la historia. Enfrentó con coraje y energía los principales problemas de su tiempo.

Scalabrini interpretaba la misión del ministro de Dios no como un funcionario vestido de negro o de púrpura, cuidadoso de no descuidar sus ciertos deberes y de no hacer más de lo que le corresponde; no es el buen cura querido por los liberales, que no sale del templo sino para estar en compañía de los pequeños o grandes burgueses, como se describe en las novelas de la época. El sacerdote comprometido con la Iglesia de Jesucristo detesta el ideal burgués y la pereza, el escepticismo y la apatía:

Salid de la sacristía, recomendaba a sus sacerdotes, en nuestro tiempo es imposible volver a traer a la clase obrera a la Iglesia si no interactuamos continuamente con ella fuera de la Iglesia. Debemos salir del templo… Y debemos ser hombres de nuestro tiempo…. Debemos vivir la vida del pueblo…. Tengamos en cuenta las tendencias modernas, actuando y dirigiendo, sin quedarnos al margen y murmurando. Queridos míos, el mundo avanza y no podemos retrasarnos por alguna dificultad formalista o por un desconocimiento de la prudencia. Es necesario trabajar, cansarse, sacrificarse de cualquier manera, para expandir el reino de Dios en la tierra y salvar almas. Diría incluso que es necesario que nos arrodillemos ante el mundo para pedirle como gracia el permiso para hacerle el bien: esta es la última ambición del sacerdote. (FRANCESCONI, 1971, p. 26,27)   

Nunca se sentía tan feliz como cuando podía entretenerse con los humildes considerados los últimos y despreciados por la sociedad. Cierta vez dijo:

¿Qué mayor alegría puede haber que ir al encuentro de los pobres, guiar a los sencillos, liberar a los oprimidos, enjugar las lágrimas de los afligidos, salvar almas, en fin, hacer un poco de bien? (RIZZARDO, 1988, 32)  

Monseñor Scalabrini no quiso ser obispo de gabinete u oficina, esperando visitas, resolviendo problemas y dictando reglas. “El buen pastor conoce a sus ovejas” (Jn 10,40). Por eso, durante los veintinueve años de su episcopado, visitó por cinco veces casi la totalidad

de sus comunidades parroquiales, pequeñas o grandes, cercanas o lejanas, con el fin de hacer suyas las penas o alegrías, las esperanzas y desilusiones, las victorias y las frustraciones del pueblo que había recibido como herencia del Señor:

¡El consuelo más hermoso que puede recibir un obispo es conocer de cerca a sus amados hijos y ser conocido por ellos! Vendremos a vosotros para animaros a practicar las virtudes cristianas: la piedad, la concordia y la paz; para levantar nuestra voz en defensa de los oprimidos; para ser el amparo de los pobres y el consuelo de los afligidos; para acoger a los desviados y unir las lágrimas del consuelo con las del arrepentimiento, decidido a sacrificar por vosotros no sólo nuestra comodidad, nuestra paz y nuestro descanso, ¡sino también nuestra misma vida! (RIZZARDO, 1988, 22)

Un cura de la época describe algunos detalles de estas visitas:

En el período en que Monseñor Scalabrini inició su primera visita pastoral, no es exagerado decir que en más de doscientas parroquias sólo era posible llegar a lomo de un burro o un caballo. También hay que añadir que, en aquella época, en la zona montañosa, la mayoría de las casas parroquiales no estaban en condiciones de acoger al obispo y su pequeño séquito por una noche siquiera, ni mismo precariamente. Por lo tanto, no le era posible ir directamente de una parroquia a otra. Por eso, hacía diariamente varias horas de cabalgata. (RIZZARDO, 1988, 23,24)

COMUNIÓN EN LA DIVERSIDAD

Uno de los principales factores de su acción apostólica, basada en la caridad, fue la búsqueda de la unidad de mentes y corazones y de la concordia en los esfuerzos. El mandamiento de la unidad ocupó en sus escritos y discursos tanto espacio y tanta importancia cuanto es la importancia que tiene el espacio que ocupa en la oración sacerdotal de Cristo.

Trabajó y sufrió, no sólo por la conciliación entre la Iglesia y el Estado, sino por la conciliación de los diferentes puntos opuestos que determinan su personalidad: la caridad y el amor por la verdad; la prudencia y la fortaleza; el celo y la meditación; la ponderación en las decisiones y la prontitud en la acción; la confianza en Dios y en la concepción real de las cosas.

La Iglesia, dijo el apóstol, es el cuerpo de Jesucristo. Ahora bien, los miembros de un cuerpo están unidos por un continuo intercambio de servicios mutuos. Un miembro apoya y ayuda al otro y todos juntos participan de los mismos bienes.

La Iglesia es una familia. Ahora bien, todos los miembros de una familia están unidos entre sí, de la misma manera. Los más débiles se apoyan en los más fuertes, y los más fuertes protegen a los más débiles. El nombre, la fortuna, la salud de uno se transforma en patrimonio de todos y forma una reserva común. Cuando un miembro de la familia sufre, todos sufren con él; cuando uno se alegra, todos se alegran con él. Así la familia humana es como el cuerpo humano, un intercambio de servicios y de funciones recíprocas, en una unión mutua de amor. (SCALABRINI Uma voz atual, 1989, 110)

ESPERANZA

Scalabrini, con toda su vivacidad, nos exhorta a ser ardientes en la práctica de la caridad porque “la caridad todo lo cree, todo lo espera, todo lo sostiene” (1 Cor 13,7). El celo con que debemos vivir la caridad se refiere a la llama que produce mucho calor, expresa un corazón lleno de pasión por Jesucristo y por la humanidad. Abrazar la caridad con fervor implica abandonar la vanidad, experimentar la mansedumbre, la paciencia, la justicia, la templanza. (TRADITIO, 2013, 8) 

Todo conspira contra el migrante. A menudo, sus desgracias comienzan incluso antes de que abandone su humilde morada, bajo la apariencia del agente de emigración que lo obliga a partir, haciendo brillar ante él una fácil conquista de riquezas, enviándolo a donde quiere y le conviene, y no donde el interese del emigrante requeriría. Tales desventuras lo acompañan durante el viaje, a menudo desastrosa, y continúan incluso a su llegada a regiones asoladas por terribles enfermedades, en actividades inadecuadas a sus capacidades, bajo patrones que se han vuelto inhumanos por el hambre insaciable de oro o por la costumbre de considerar el trabajador como inapreciable. Así, los males aumentan bajo las mil trampas que la maldad les tiende en países extranjeros, ya sea porque ignoran la lengua y las costumbres, o porque viven en un aislamiento que muchas veces equivale a la muerte del cuerpo, del cuerpo y del alma. (RIZZARDO, 1988, p. 55)  

No hace muchos días, un noble joven viajante me trajo los saludos de varias familias oriundas de las montañas de Piacenza, residentes a orillas del Orinoco: Dile a nuestro Obispo que recordamos siempre sus consejos, que rece por nosotros y que nos envíe un sacerdote, ¡porque aquí vivimos y morimos como animales! (RIZZARDO, 1988,51).       

SOLIDARIDAD

El obispo Scalabrini fue el buen pastor, el médico de su pueblo, fue un hombre genial, que, en su ministerio, supo combinar la prudencia con la firmeza, la mansedumbre con la fortaleza y, sobre todo, fue un padre con un corazón tan grande como el mar. Amó hasta el extremo a los suyos: su amor fue de caridad, bondad activa y operante, comprensión y perdón, ofrenda e inmolación de la vida. Muy rígido consigo mismo, porque vivía el amor con exigencia de renuncia. Abrió, sin embargo, su corazón a todos, especialmente a los pequeños y pobres, despojándose de consideraciones formales, desterrando el pesimismo y la cobardía con una amplia visión ecuménica y un pronóstico de un hombre inspirado. Viviendo entre el pueblo, comprendió y compartió los sufrimientos humanos y las aspiraciones sociales de los trabajadores, de los desheredados, de los desdichados. No perdió el tiempo en lamentaciones o recriminaciones, sino que abrió escuelas y lugares para la recreación y las reuniones juveniles. Fundó un instituto para los sordomudos, organizó la asistencia a los trabajadores de los campos de arroz, obras de providencia y de ayuda mutua, cooperativas agrícolas, bancos católicos, cajas rurales, sociedades obreras, sindicatos profesionales. (FRANCESCONI, 1971, 31,32)

Durante el penoso invierno de 1879-1880 repartió gratuitamente cuatro mil sopas diarias a los hambrientos, convirtiendo el Obispado en un comedor popular. Para ayudar a los pobres, dio casi todo lo que tenía. En dos ocasiones vendió los caballos que le habían sido donados, dio ropa de cama, toallas, etc. Finalmente, también se privó del cáliz donado por Pío IX:

“Cuando mi pueblo tiene hambre, al Señor le agrada más una copa de hojalata que una copa de oro o de plata”. Fue en ese invierno que dijo: “A la casa de los pobres el obispo debe ir a pie. Jesús anduvo a pie entre los pobres de Galilea”. Para ayudar a los pobres, cada año daba más que toda la ciudad, la provincia y el gobierno juntos. (FRANCESCONI, 1971, 7).

Fue llamado el obispo de las manos llenas y los bolsillos vacíos. El tesorero del palacio episcopal, impresionado, le dijo: “Si sigues así, morirás en la paja”. Monseñor Scalabrini respondió: “No está mal que un obispo muera sobre paja, si Cristo mismo quiso nacer sobre ella” (FRANCESCONI, 1971, 7). Una vez se levantó a medianoche para recibir en el obispado a un pobre que estaba abandonado en la calle. Mantuvo en su casa a un sordomudo encontrado congelado a la intemperie y encarcelado por las autoridades civiles.

Hace varios años vi una escena en Milán que me dejó un sentimiento de profunda tristeza en el alma. Al pasar por la Estación, vi el vestíbulo, los pórticos laterales y la sala contigua ocupados por trescientas o cuatrocientas personas pobremente vestidas, divididas en diferentes grupos. En sus rostros, curtidos por el sol y surcados por las arrugas prematuras que la penuria supo imprimir, estaba la agitación de los sentimientos que invadían sus corazones en ese momento. Eran viejos encorvados por la edad y el cansancio; hombres en la flor de la vida; señoras que arrastraban a sus hijos detrás de ellas, o los cargaban en su regazo; niños y niñas…, todos unidos por un solo pensamiento y guiados por una sola meta.

Eran migrantes. Pertenecían a las diversas provincias de Italia, y con inquietud esperaban el tren que los llevaría a las costas del Mediterráneo, desde donde zarparían hacia la lejana América, con la esperanza de que su suerte fuera menos hostil y la tierra menos ingrata a su sudor. Los pobres partieron: algunos llamados por los familiares que les habían precedido en el éxodo voluntario; y otros, sin saber adónde, impulsados ​​por el poderoso instinto que hace migrar a las aves. Iban a América, donde tanto les decían que había un trabajo bien pagado para cualquiera con brazos fuertes y buena voluntad. Con lágrimas en los ojos se habían despedido de su patria, que los unía con numerosos y dulces recuerdos. Pero sin remordimientos, abandonaron su patria, que solo conocían de dos formas odiosas: ¡el reclutamiento y la recaudación de impuestos! Porque, para el desheredado, la patria es la tierra que le garantiza el pan; y allí, a lo lejos, esperaban obtenerlo menos escaso y menos costoso. Salí conmovido. Una ola de sentimientos tristes invadía mi corazón. Quién sabe cuántas desgracias y privaciones, pensé, tuvieron que soportar para que les pareciera liviano un paso tan doloroso. Y cuántas ilusiones, cuántos nuevos sufrimientos les deparaba el futuro incierto; ¿cuántos de ellos, en la lucha por la vida, saldrían victoriosos? ¿Cuántos no sucumbirían al bullicio de las ciudades o al silencio de las llanuras desérticas? ¿Y a cuántos, aun encontrando el pan del cuerpo, no les faltaría el pan del alma, no menos necesario que el primero, y perderían, en una vida totalmente materialista, la fe de sus padres? (RIZZARDO, 1988, 49,50). 

Hoy, al igual que Scalabrini, podemos preguntarnos:

1. ¿Dónde está nuestra estación de Milán?      

2. ¿En qué momento hemos experimentado el impulso ​​a abrir nuestro corazón para acoger la realidad migratoria mundial que afecta a los más pobres y abandonados de la sociedad?

¡Alégrate, Scalabriniana!

Porque fuiste llamada

Para acoger y amar

A los más pobres e infelices,

De los cuales la sociedad se hace verdugo.

Como arde la zarza sin consumirse,

Inflama tu corazón.

Asume con alegría la misión

Y a los pobres parte el pan.

Pan de amor y dignidad:

Amor que no conoce la desigualdad.

E invita a la hermandad a unirse y juntar sus manos.

¡Alégrate, Scalabriniana!

Porque de cada partida y llegada

Tú guías el sueño de tantos hacia la libertad.

Así que ¡Regocíjate, Scalabriniana!

Por el camino recorrido

Por el desafío superado

Por el sueño realizado

Por el rostro enjugado

Por la vida transformada.

¡Alégrate, Scalabriniana!

REFERENCIAS:

CONGREGAÇÕES SCALABRINIANAS.  SCALABRINI uma voz atual. São Paulo, 1989.

FRANCESCONI, M. João Batista Scalabrini. Pai dos Emigrantes. Editora São Miguel. Traducción: Hna. Lia Barbieri, 1971.

FRANCESCONI, Giovanni Battista Scalabrini. Editora Cittá Nuova. 1985

RIZZARDO, R. Apóstolo dos migrantes. São Paulo, 1987 

JOÃO BATISTA SCALABRINI Espiritualidade da Encarnação. São Paulo. Tradución: Hna. M. Letícia Negrizzolo, 1991.

TRADITIO SCALABRINIANA, P. Graziano Tasselo, 16, 2012,3.

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